Siete Perspectivas Sobre el Derecho Internacional y La Liberación Palestina
Este post es parte del simposio escrito "Abogacía popular en tiempos de autoritarismo creciente", una colaboración entre la Red Global de Abogados de Movimientos Sociales (coordinada por Movement Law Lab) y el Proyecto LPE. Es la consecuencia de discusiones desarrolladas en el simposio presencial que tuvimos en Río de Janeiro en julio de 2024.
Por:
Rabea Eghbariah: candidato al SJD en la Facultad de Derecho de Harvard y abogado de derechos humanos en Adalah, Centro Jurídico para los Derechos de los Árabes y las Minorías en Israel.
Noura Erakat: abogada de derechos humanos y profesora asociada en la Universidad Rutgers de New Brunswick, en el Departamento de Estudios Africanos y el Programa de Justicia Penal.
Alaa Hajyahia: abogada palestina y licenciada en Derecho por la Facultad de Derecho de Yale. Está terminando sus estudios de doctorado en antropología jurídica en la Universidad de Cambridge.
Darryl Li: profesor asociado de Antropología y miembro asociado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago.
Aslı Ü. Bâli: profesora de Derecho en la Facultad de Derecho de Yale.
Diala Shamas: abogada sénior del Center for Constitutional Rights.
Maha Abdallah: doctoranda en la Facultad de Derecho de la Universidad de Amberes.
Shahd Hammouri: profesora de Derecho en la Facultad de Derecho de Kent.
En Cultura e imperialismo, Edward Said postuló que el remedio a una cultura que preserva e impulsa el imperialismo pasa por los contrapuntos de los “imperializados” -pueblos poscoloniales o aún colonizados- que “llevan su pasado dentro: como cicatrices de heridas humillantes, como instigación de prácticas diferentes, como visiones potencialmente revisadas del pasado que tienden hacia un nuevo futuro, como experiencias urgentemente reinterpretables y redistribuibles... [hablando y actuando] en un territorio arrebatado al imperio”. Lo mismo ocurre con el derecho internacional, plagado de dobles estándares que favorecen a los poderosos, cuyas raíces liberales occidentales se acomodan al colonialismo en curso y a sus legados: a medida que el orden jurídico internacional se desmorona bajo el peso de su incapacidad para responder al genocidio brutal y a la guerra, debemos recurrir a las ideas, narrativas y visiones de los más aplastados por sus contradicciones para trazar un camino diferente hacia delante.
Para ayudarnos en esta tarea, hemos pedido a ocho juristas internacionales, abogadas de derechos humanos y expertas en Palestina que compartan sus reflexiones sobre el papel del derecho internacional en la lucha por la liberación palestina. ¿Cómo obstaculiza actualmente el derecho internacional esta causa? Y ¿cómo podría utilizarse -o cómo debe transformarse- para contribuir a ella?
Rabea Eghbariah
Nuestros actuales marcos jurídicos internacionales no sólo no han logrado cambiar la realidad material del pueblo palestino, sino que han limitado discursivamente nuestra capacidad para identificar las causas profundas de esta realidad. El derecho internacional está anclado en un paradigma anticuado que toma la partición de Palestina y la brutalidad de la Nakba de 1948 al pie de la letra, y la comunidad internacional rara vez cuestiona la infraestructura jurídica que permitió la Nakba en el ruinoso proceso de establecimiento del Estado de Israel.
Como resultado, los debates jurídicos a menudo ofuscan la totalidad y la continuidad de la condición palestina. Tendemos a discutir, por ejemplo, el genocidio en Gaza separándolo de los asentamientos israelíes en Cisjordania, y la anexión de Jerusalén separándola del derecho palestino al retorno. En el mejor de los casos, agrupamos algunos de estos debates bajo los conceptos generales de ocupación ilegal o apartheid israelí, pero seguimos eludiendo cuestiones jurídicas cruciales sobre la partición, la autodeterminación o la Nakba de 1948. Con demasiada frecuencia, la aplicación de estos marcos también contribuye a excepcionalizar el trato que reciben los refugiados palestinos de 1948 o los ciudadanos palestinos de Israel respecto de la condición general del pueblo palestino. Pero debemos entender que la ocupación ilegal israelí de los territorios de 1967, el genocidio que se está desarrollando en Gaza, la negación del derecho al retorno de los refugiados y las prácticas israelíes de apartheid son manifestaciones de una estructura más profunda enraizada en la colonización sionista de Palestina.
Para avanzar, el derecho internacional debe reconocer la experiencia fundacional de la pérdida palestina y llamarla por su nombre: Nakba. El derecho internacional también debe reconocer que la Nakba nunca terminó, sino que dio origen a un brutal sistema de dominación israelí: un “régimen de la Nakba” que ha practicado el traslado forzoso, la conquista, la anexión, la ocupación, el apartheid y el genocidio en diferentes intervalos espaciales y temporales. Juntos, estos crímenes forman una totalidad que es mayor que la suma de sus partes.
Nakba es, por tanto, el nombre apropiado para los crímenes contra la humanidad cometidos contra el pueblo palestino. Se basa en la violencia fundacional del desplazamiento masivo, estructurado por un sistema de fragmentación legal y orquestado por un propósito general de negar la autodeterminación palestina en la Palestina histórica. El camino hacia la justicia en Palestina es largo y tumultuoso, pero poner en primer plano, teorizar y analizar la Nakba en el derecho internacional es un buen punto de partida.
Noura Erakat and Alaa Hajyahia
“Toda una nación es responsable", declaró el presidente israelí Isaac Herzog tras el ataque del 7 de octubre. La atribución de responsabilidad colectiva a toda Gaza por parte de Herzog resume el desarrollo actual de la estrategia de larga data de Israel para difuminar las líneas entre civiles y combatientes palestinos, una estrategia que refleja la negativa de Israel a reconocer las guerras de liberación nacional reguladas por los Protocolos Adicionales de 1977 a los Convenios de Ginebra. Estos protocolos reconocen a las guerrillas como combatientes, definen a los civiles en oposición a los combatientes y exigen a los Estados que asuman que las personas son civiles en caso de duda. Israel, al igual que Estados Unidos, no ha ratificado los Protocolos, insistiendo en que los militantes no estatales son terroristas. Esta postura permite a Israel practicar el lawfare (la “guerra jurídica”), utilizando el derecho como arma para alcanzar sus ambiciones coloniales. Como abogados y académicos del derecho, debemos reconocer que se trata de una campaña para ampliar la frontera colonial para así poder oponer resistencia al nocivo lawfare de Israel.
A principios de la década de 2000, cuando la resistencia armada palestina a Israel surgía predominantemente del interior de los Territorios Palestinos, donde Israel tenía el control efectivo, en contraposición a los Estados fronterizos, los abogados militares de Israel lo describían como un “conflicto armado que no era una guerra”. La novedosa categoría pretendía ampliar el uso de la fuerza de la que disponía el Estado contra una amenaza que era más que una revuelta popular pero que no equivalía a una guerra de liberación nacional. Cinco años después, tras su retirada unilateral de Gaza, Israel volvió a recurrir a la creación de nuevas categorías jurídicas: Israel definió que Gaza no era independiente ni estaba ocupada, sino que era una “entidad hostil”. A continuación, declaró la guerra a Gaza, cuyo pueblo, insistió Israel, no tenía derecho a contraatacar ni a ser soberano.
En este contexto, Israel fue encogiendo la categoría de lo que consideraba un civil palestino, lo que una de nosotras (Noura Erakat) ha descrito anteriormente como el “civil encogido”. Lo hizo por varios medios. Por ejemplo, eliminó las limitaciones temporales de los participantes directos en las hostilidades. En el caso Comité Público contra la Tortura en Israel contra el Gobierno de Israel, el Tribunal Supremo de Israel dictaminó que los palestinos que participan en un conflicto armado mantienen una “función de combate continua” y, por tanto, pueden ser objeto de ataques en cualquier momento, incluso cuando están inactivos e integrados en poblaciones que, por lo demás, son civiles.
Israel también reinterpretó el requisito de “protección de la fuerza”. En las leyes de la guerra, el principio de proporcionalidad equilibra el daño civil causado al enemigo con la ventaja militar conseguida, que incluye la protección de la fuerza, es decir, el número de fuerzas armadas protegidas y salvadas. La doctrina militar revisada de Israel relativa a la protección de la fuerza dio vuelta este cálculo, de modo que las vidas de los civiles enemigos -los palestinos- valen menos que las vidas de los soldados israelíes. Israel defendió esta postura argumentando que, dado que Hamás obligó a Israel a luchar en primer lugar, Hamás es responsable de todas las bajas. Esta perversa interpretación de la aplicación de la proporcionalidad permite a Israel infligir un mayor número de bajas civiles al tiempo que se adhiere nominalmente al derecho internacional.
Israel difuminó aún más la distinción entre civiles y combatientes en 2018 durante la Marcha del Retorno a Gaza, una protesta popular masiva contra el bloqueo israelí de Gaza y por el derecho al retorno de los refugiados palestinos, en la que participaron entre 20.000 y 30.000 manifestantes que se reunieron semanalmente durante casi ocho semanas. Al evaluar el uso de la fuerza letal por parte del ejército contra las protestas civiles (más del 90 por ciento de las víctimas recibieron disparos por encima de la cintura cuando no suponían ninguna amenaza para los civiles israelíes o la infraestructura militar), el Tribunal Supremo de Israel caracterizó explícitamente estas manifestaciones como una herramienta de Hamás y sus ataques contra Israel. El tribunal afirmó que los civiles que participaban en las protestas eran sólo excepciones, recategorizando de hecho un acontecimiento principalmente civil como una operación militar y concediendo así al ejército israelí una amplia discrecionalidad para decidir cuándo utilizar la fuerza letal contra los manifestantes. Del mismo modo, en julio de 2023, Netanyahu justificó un asalto al campo de refugiados de Yenín, que mató a 12 palestinos y devastó infraestructuras civiles, incluidas rutas, servicios públicos, viviendas y hospitales, declarándolo como un hecho de autodefensa contra “personas que aniquilarían nuestro país”, un encuadre que implica potencialmente a cualquier palestino.
Estas prácticas demuestran la estrategia de lawfare de Israel para reducir la categoría de civiles del pueblo palestino, que debemos entender en el contexto de su proyecto general de colonización. La prolongada manipulación por parte de Israel de las leyes de la guerra para legitimar la violencia tiene como objetivo eliminar o subyugar permanentemente a la población palestina nativa, adquirir sus tierras y establecer una soberanía incontestable. El ataque indiscriminado de Israel contra Gaza desde octubre de 2023 representa, por tanto, la culminación de una estrategia mucho más prolongada de imponer un castigo colectivo como respuesta a la resistencia colectiva.
Aunque el derecho internacional ha demostrado muchas veces ser un obstáculo para resistir al colonialismo de los colonos israelíes y se ha configurado en reflejo del interés de las potencias mundiales dominantes, sigue siendo un campo de batalla crucial para la resistencia anticolonial. La lucha jurídica existe en un contexto geopolítico en el que Estados Unidos, superpotencia mundial, protege a su aliado, Israel, de las consecuencias de sus actos. Como abogados y académicos, debemos exponer estas distorsiones legales, desafiar las posiciones legales que socavan las protecciones fundamentales y aislar a los Estados que las promueven. Considerar la resistencia palestina contra Israel como una guerra de liberación nacional en el sentido de los Protocolos Adicionales, a pesar de las objeciones israelíes y estadounidenses, es clave en este caso. No sólo echa por tierra la insistencia de Israel en que tiene derecho a crear un nuevo derecho donde no exista ninguno, sino que también deja claro que Palestina es un emblema de las luchas de los pueblos colonizados y no algo excepcional. Esta visión puede ayudar a crear fisuras en la alianza imperialista y abrir espacios para estrategias más emancipadoras dentro y fuera de la ley.
Darryl Li
En el último año, la resistencia y fuerza palestinas han generado las condiciones para una reactivación de la solidaridad en todo el mundo y han cambiado los términos de la contestación política en los Estados imperialistas que arman y protegen al sionismo. El deber de la abogacía anticolonial en este momento es ayudar a agudizar las contradicciones de un orden jurídico internacional que sabemos que es esencialmente injusto y maniobrar en terrenos doctrinarios y discursivos hostiles de manera que puedan proporcionar apoyo a otros frentes de lucha. La reciente opinión consultiva de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), que confirma que el dominio sionista en los territorios ocupados en 1967 -esas geografías amputadas de Palestina conocidas como “Cisjordania” y “Franja de Gaza”- viola la prohibición del apartheid, podría catalizar peticiones de sanciones y esfuerzos legales creativos para desbancar a Israel en la Asamblea General de la ONU o expulsarlo por completo de la ONU.
Si se me pidiera que nombrara una idea concreta en este espíritu de abogacía anticolonial, sugeriría organizar la revocación por parte de la Asamblea General de la ONU de la infame Resolución 181, que en 1947 aprobó la partición de Palestina entre su mayoría árabe autóctona y un “Estado judío” artificial, casi la mitad de cuya población estaría formada por no judíos obligados a elegir entre la subyugación permanente o el exilio. El movimiento sionista citó la Resolución 181 como fuente de legitimidad para establecer el Estado de Israel y la trató como una base territorial para la limpieza étnica en las primeras etapas de la Nakba de 1948, al tiempo que dejaba de lado los aspectos que no le convenían, como el reconocimiento del compromiso de un Estado palestino. Este patrón de invocación de la partición persiste en el presente (pero nunca implementada), ya que la “solución de dos Estados” se ha convertido en meras “reflexiones y oraciones” de la política internacional: una coartada vacía y cínica para un statu quo asesino.
La Resolución 181 fue el pecado original de la ONU hacia el pueblo palestino y su derogación, aunque improbable a corto plazo, ayudaría a desmitificar el compromiso central del sionismo con una ideología racial que privilegia a cualquier persona del mundo que considere judía por encima de los propios habitantes no judíos del país. Abogar por este objetivo también ayudaría a ampliar el debate sobre la opinión consultiva de la CIJ más allá de su estrecho enfoque sobre el régimen discriminatorio en los territorios de 1967, dejando clara la necesidad de reconocer y desmantelar el colonialismo en todo el territorio comprendido entre el río Jordán y el mar Mediterráneo.
Aslı Bâli
El derecho internacional proporciona tanto un marco normativo como un conjunto de herramientas para impulsar proyectos descoloniales, y es un recurso imperfecto en ambos aspectos. Como marco normativo, los estudiosos de la tradición de los Enfoques Tercermundistas del Derecho Internacional (TWAIL) han demostrado que “el derecho internacional no puede entenderse ni analizarse al margen de su relación mutuamente constitutiva con el imperio”. Como conjunto de herramientas, los académicos han mostrado que el derecho internacional está profundamente limitado tanto como cuestión epistémica por sus profundos vínculos con el eurocentrismo, como en la práctica debido a las enormes asimetrías de poder en el orden internacional y a la ausencia de voluntad política para aplicar las normas existentes de forma igualitaria. No es probable que un solo cambio en la doctrina del derecho internacional altere esta realidad geopolítica.
En ningún lugar son tan evidentes estas limitaciones como en el caso de Palestina, tal como ha argumentado enérgicamente Noura Erakat. Sin embargo, el derecho internacional también puede ser un arma de los débiles, un medio de limitar a los poderosos recurriendo a las normas que se pretenden respetar. Con este telón de fondo, sigue siendo una pregunta abierta si los esfuerzos para hacer cumplir el derecho internacional existente a través de casos activos ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la Corte Penal Internacional (CPI) -y la Opinión Consultiva emitida por la CIJ este verano- pueden contribuir a la protección de incluso los derechos más básicos de los palestinos, por no hablar de la lucha por la liberación palestina. En la práctica, la violencia y la represión israelíes niegan sistemáticamente a los palestinos el derecho a la vida y todas las demás libertades y protecciones que les corresponden como individuos. Detrás de todas estas negaciones subyace la violación del derecho colectivo de jure de los palestinos a la autodeterminación. Pero a pesar de décadas de apoyo ostensible a una “solución de dos Estados”, el derecho internacional ha ofrecido poca protección tangible a los derechos de ius cogens reconocidos a los palestinos.
La doctrina del derecho internacional suele desalentar los ejercicios de autodeterminación que alterarían unilateralmente las fronteras territoriales. Y, por supuesto, los Estados rara vez consienten en retirar su control de facto sobre un territorio para facilitar los derechos de autodeterminación de otros, incluso cuando se les exige legalmente que lo hagan. Desde el Mandato de partición de Palestina supervisada por las Naciones Unidas, que estableció un Estado israelí y reconoció igualmente un Estado árabe palestino, Israel ha consolidado el control coercitivo sobre la totalidad del territorio y el dominio discriminatorio sobre sus casi siete millones de habitantes palestinos (que constituyen la mitad de la población gobernada por Israel). El reconocimiento de Israel como Estado por parte de los Estados miembros de las Naciones Unidas ha tenido el efecto constitutivo de crear un Estado judío israelí que disfruta de los privilegios de la soberanía y somete los derechos individuales y la liberación colectiva de los palestinos al veto israelí de facto.
Si el derecho internacional ampliara formalmente los derechos a la soberanía y autodefensa colectiva del pueblo palestino, entonces la violencia genocida y las violaciones de derechos a gran escala en los territorios palestinos ocupados podrían presentarse como una base correctiva para anular la negativa del Consejo de Seguridad de la ONU a admitir a Palestina como soberano reconocido en las Naciones Unidas. Por supuesto, un Estado palestino ha sido reconocido por más de tres cuartas partes de todos los Estados miembros de las Naciones Unidas (146 de 193), pero el no reconocimiento por un subconjunto crítico de Estados poderosos (con poder de veto en el Consejo de Seguridad, como EE.UU.) ha negado a Palestina la plena protección de la Carta de la ONU. La actual campaña de Israel contra Líbano demuestra que estas protecciones no son suficientes para impedir ataques ilegales y desproporcionados cuando se dispone de licencia geopolítica. Pero incluso con el apoyo de Estados Unidos, Israel es menos capaz de definir a su entera discreción los términos de su conducta en territorio libanés.
Incluso territorios sin un derecho internacionalmente reconocido a la autodeterminación, como Kosovo, se han beneficiado de derechos de protección y alteración unilateral de las fronteras territoriales, aunque en el marco de circunstancias geopolíticas propicias. Palestina es un caso único: un pueblo con un derecho de autodeterminación reconocido internacionalmente que se enfrenta a un genocidio retransmitido en directo. Décadas de violaciones de los derechos de ius cogens de los palestinos, agravadas por políticas radicalmente aceleradas de limpieza étnica, deberían proporcionar a los palestinos la protección crítica de iure de la que goza el propio Israel, pero que se ha comprometido a negarles: la soberaníaEl derecho internacional proporciona tanto un marco normativo como un conjunto de herramientas para impulsar proyectos descoloniales, y es un recurso imperfecto en ambos aspectos. Como marco normativo, los estudiosos de la tradición de los Enfoques Tercermundistas del Derecho Internacional (TWAIL) han demostrado que “el derecho internacional no puede entenderse ni analizarse al margen de su relación mutuamente constitutiva con el imperio”. Como conjunto de herramientas, los académicos han mostrado que el derecho internacional está profundamente limitado tanto como cuestión epistémica por sus profundos vínculos con el eurocentrismo, como en la práctica debido a las enormes asimetrías de poder en el orden internacional y a la ausencia de voluntad política para aplicar las normas existentes de forma igualitaria. No es probable que un solo cambio en la doctrina del derecho internacional altere esta realidad geopolítica.
En ningún lugar son tan evidentes estas limitaciones como en el caso de Palestina, tal como ha argumentado enérgicamente Noura Erakat. Sin embargo, el derecho internacional también puede ser un arma de los débiles, un medio de limitar a los poderosos recurriendo a las normas que se pretenden respetar. Con este telón de fondo, sigue siendo una pregunta abierta si los esfuerzos para hacer cumplir el derecho internacional existente a través de casos activos ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) y la Corte Penal Internacional (CPI) -y la Opinión Consultiva emitida por la CIJ este verano- pueden contribuir a la protección de incluso los derechos más básicos de los palestinos, por no hablar de la lucha por la liberación palestina. En la práctica, la violencia y la represión israelíes niegan sistemáticamente a los palestinos el derecho a la vida y todas las demás libertades y protecciones que les corresponden como individuos. Detrás de todas estas negaciones subyace la violación del derecho colectivo de jure de los palestinos a la autodeterminación. Pero a pesar de décadas de apoyo ostensible a una “solución de dos Estados”, el derecho internacional ha ofrecido poca protección tangible a los derechos de ius cogens reconocidos a los palestinos.
La doctrina del derecho internacional suele desalentar los ejercicios de autodeterminación que alterarían unilateralmente las fronteras territoriales. Y, por supuesto, los Estados rara vez consienten en retirar su control de facto sobre un territorio para facilitar los derechos de autodeterminación de otros, incluso cuando se les exige legalmente que lo hagan. Desde el Mandato de partición de Palestina supervisada por las Naciones Unidas, que estableció un Estado israelí y reconoció igualmente un Estado árabe palestino, Israel ha consolidado el control coercitivo sobre la totalidad del territorio y el dominio discriminatorio sobre sus casi siete millones de habitantes palestinos (que constituyen la mitad de la población gobernada por Israel). El reconocimiento de Israel como Estado por parte de los Estados miembros de las Naciones Unidas ha tenido el efecto constitutivo de crear un Estado judío israelí que disfruta de los privilegios de la soberanía y somete los derechos individuales y la liberación colectiva de los palestinos al veto israelí de facto.
Si el derecho internacional ampliara formalmente los derechos a la soberanía y autodefensa colectiva del pueblo palestino, entonces la violencia genocida y las violaciones de derechos a gran escala en los territorios palestinos ocupados podrían presentarse como una base correctiva para anular la negativa del Consejo de Seguridad de la ONU a admitir a Palestina como soberano reconocido en las Naciones Unidas. Por supuesto, un Estado palestino ha sido reconocido por más de tres cuartas partes de todos los Estados miembros de las Naciones Unidas (146 de 193), pero el no reconocimiento por un subconjunto crítico de Estados poderosos (con poder de veto en el Consejo de Seguridad, como EE.UU.) ha negado a Palestina la plena protección de la Carta de la ONU. La actual campaña de Israel contra Líbano demuestra que estas protecciones no son suficientes para impedir ataques ilegales y desproporcionados cuando se dispone de licencia geopolítica. Pero incluso con el apoyo de Estados Unidos, Israel es menos capaz de definir a su entera discreción los términos de su conducta en territorio libanés.
Incluso territorios sin un derecho internacionalmente reconocido a la autodeterminación, como Kosovo, se han beneficiado de derechos de protección y alteración unilateral de las fronteras territoriales, aunque en el marco de circunstanciasgeopolíticas propicias. Palestina es un caso único: un pueblo con un derecho de autodeterminación reconocido internacionalmente que se enfrenta a un genocidio retransmitido en directo. Décadas de violaciones de los derechos de ius cogens de los palestinos, agravadas por políticas radicalmente aceleradas de limpieza étnica, deberían proporcionar a los palestinos la protección crítica de iure de la que goza el propio Israel, pero que se ha comprometido a negarles: la soberanía.
Diala Shamas
Cuando se trata de derechos, Palestina ha sido descrita a menudo como una “excepción”. Este último año, sin embargo, se han mostrado los límites de este marco. En lugar de funcionar como una mera anomalía, que puede dejarse de lado sin problemas, Palestina se ha convertido en el lugar en el que las instituciones -incluida el derecho- se exponen, se deshacen o se reconfiguran a sí mismas.
En noviembre de 2023, la organización en la que trabajo, el Center for Constitutional Rights, presentó una demanda ante un tribunal federal de Estados Unidos en nombre de demandantes palestinos que denunciaban al presidente Biden y a otros funcionarios estadounidenses por incumplimiento de su deber de prevenir y complicidad en el genocidio de Israel. Durante una audiencia de cinco horas, los demandantes dieron testimonio de forma contundente y devastadora de los numerosos daños que han sufrido ellos y sus familias. Uno de los demandantes incluso llamó desde Gaza, quizá la primera vez en la historia de los tribunales federales que un testigo declara directamente desde un genocidio en curso. Instaron al tribunal a que ordenara a la Administración que dejara de enviar armas y de ayudar de cualquier otro modo al asalto de Israel contra Gaza. El juez se mostró visiblemente conmovido.
Pero la decisión no se hizo esperar: aunque el juez llegó a la conclusión de que las pruebas eran “incontrovertibles”, citó la doctrina de la cuestión política como un impedimento para ordenar cualquier alivio. Su dictamen casi se disculpaba por la impotencia del sistema judicial mientras “imploraba” a los poderes políticos que actuaran. En esencia, aceptó el argumento del gobierno de que, aunque estuviera cometiendo un genocidio, no sería competencia del tribunal detenerlo. En apelación, un panel de tres jueces confirmó la decisión.
Vale la pena interrogarse sobre la asombrosa abdicación de la responsabilidad judicial. A medida que surgen noticias de que Blinken y múltiples funcionarios mintieron sobre el bloqueo israelí de la entrega de alimentos y medicinas con el fin de seguir enviando armas a Israel, a medida que las universidades reescriben sus directrices de discurso y conducta, instruyendo al profesorado a no hablar de sionismo o mencionar temas de asuntos exteriores sin tocar “ambos lados”, estamos siendo testigos de cómo las instituciones se retuercen o se autoinmolan en lugar de proteger la vida palestina. La administración Biden está dispuesta a sacrificar sus propios valores proclamados y los controles y equilibrios, así como las instituciones internacionales que han pretendido proteger, al servicio de un proyecto genocida.
¿Qué tiene Palestina, como se ha preguntado recientemente el Dr. Ghassan Abu Sitta, que lleva a instituciones, tribunales y Estados a renunciar a sus propios intereses? A medida que este genocidio sigue remodelando nuestras instituciones de un modo fundamental y aterrador -ya que poner en duda el número de muertos palestinos en Gaza ha dado paso a que ni siquiera se mencionen los del Líbano-, responder a esta pregunta no podría ser más urgente. Ya sea por el precedente que está sentando la violación gratuita del derecho internacional, por los tipos de guerra y armamento, por el número de muertos que se está normalizando, o por el nivel de represión interna que se está llevando a cabo en los campus universitarios, lo que estamos viendo no es excepcionalismo palestino. Es la construcción de un mundo nuevo y aterrador.
Maha Abdallah
El derecho internacional reconoce el derecho del pueblo palestino a la autodeterminación, como parte de un compromiso más amplio con la igualdad, la universalidad y la descolonización. Este derecho permite a los pueblos determinar libremente su soberanía y su estatus político sin injerencias extranjeras, un principio consolidado tras la Segunda Guerra Mundial en la Carta de las Naciones Unidas. El derecho de los palestinos ha sido reafirmado a lo largo de décadas por diversos organismos internacionales, como la Corte Internacional de Justicia (CIJ), el Consejo de Seguridad de la ONU, la Asamblea General y el Consejo de Derechos Humanos. En 1974, la resolución 3236 (XXIX) de la Asamblea General de la ONU reafirmó el derecho inalienable del pueblo palestino a la autodeterminación, la independencia nacional y la soberanía, y el derecho de los palestinos a regresar a sus hogares y propiedades como componente clave para hacer realidad la autodeterminación.
Más recientemente, en julio de 2024, la CIJ emitió una Opinión Consultiva en la que reafirmó la ilegalidad de la ocupación, la segregación y el apartheid de Israel, y subrayó su papel en perpetuar la negación de la autodeterminación palestina. La Opinión de la Corte es significativa no sólo por exigir el cese de la ocupación ilegal de Israel “lo antes posible”, sino también por dejar claro que los Estados y los actores privados no deben prestar ayuda o asistencia para mantener la situación ilegal creada por Israel.
Sin embargo, existe una clara disonancia entre las afirmaciones jurídicas internacionales y la realidad actual. Incluso dejando de lado las cuestiones de aplicación, la opinión de la CIJ deja sin respuesta varias cuestiones importantes sobre la garantía de la realización de la autodeterminación del pueblo palestino en su totalidad. Por ejemplo, ¿qué significa para los más de siete millones de palestinos desplazados al exilio y a la diáspora desde la década de 1940, que constituyen más de la mitad de la población total del pueblo palestino en su país y en el exilio? ¿Cómo ejercerán este derecho los palestinos que viven dentro de las fronteras de lo que hoy es el Estado israelí, que otorga el derecho a ejercer la autodeterminación únicamente al pueblo judío? ¿Cómo se supone que van a ejercer este derecho los palestinos de la asediada y aniquilada Franja de Gaza y los colocados a la fuerza en enclaves por toda Cisjordania, incluida Jerusalén?
Por otro lado, la interpretación de la comunidad internacional del derecho palestino a la autodeterminación ha sido en gran medida estadocéntrica, centrada en una solución ilusoria de Estado que se ha prolongado durante más de tres décadas, lo que ha conducido al afianzamiento de la anexión y la dominación hasta el punto de su rápida eliminación, como hemos visto desde octubre de 2023. La realidad que el proyecto sionista-israelí impone al pueblo palestino es de fragmentación, aislamiento, subyugación y exterminio, agravada por el apoyo político y financiero de la comunidad internacional a Israel, que lo protege de la rendición de cuentas. Esta realidad no se corresponde, en la práctica, con la realización del derecho a la autodeterminación. Por el contrario, alimenta el proceso de destrucción de la población palestina, en parte y en su totalidad, independientemente de su ubicación geográfica o estatuto jurídico.
Además, las contradicciones inherentes a la aplicación del derecho internacional se ven exacerbadas por quienes controlan su aplicación: Estados que, a su vez, representan los errores históricos del colonialismo, el imperialismo, la explotación y la opresión. El Consejo de Seguridad de la ONU es un claro ejemplo de esto. Mientras tanto, los instrumentos del derecho internacional han fracasado no sólo en la realización de los derechos básicos de los palestinos y en la protección de los principios fundamentales de humanidad y dignidad, sino también en la prevención y disuasión de los crímenes contra la humanidad y los actos de genocidio. Los procedimientos de la Corte Penal Internacional (CPI) sobre la situación en Palestina, especialmente en el último año, ejemplifican este fracaso, como resultado de la interferencia y las influencias políticas.
Hasta la fecha, gran parte de la comunidad internacional ha fracasado a la hora de obligar a los organismos y mecanismos del derecho internacional a reconocer y abordar su deuda histórica y presente hacia el pueblo palestino, o ha trabajado activamente para obstruir y retrasar tales esfuerzos. Sin embargo, los palestinos siguen invocando el derecho internacional y las normas de derechos humanos. Esto no se debe a que sean ingenuos al creer que incluso un derecho internacional reformado y revitalizado liberaría a Palestina (o a otros pueblos). Más bien se debe a que los palestinos, como muchos otros en todo el mundo, se niegan a aceptar el “imperio de la ley de la selva” al que recurren las potencias coloniales, imperialistas y capitalistas cuando la ley y el orden ya no se adaptan a sus maliciosas ambiciones geopolíticas y económicas.
Shahd Hammouri
Cuando se habla de liberación palestina, hay palabras clave que son innegociables: resistencia, reparación y retorno. Sin embargo, el derecho internacional sigue poniendo en duda la importancia de estas palabras. La raíz de esta duda radica en la política del derecho internacional, junto con una ceguera duradera ante sus propios matices coloniales.
Tomemos, por ejemplo, la noción de paz y seguridad internacionales. Estados Unidos y sus aliados adoptan una lectura fragmentada y reduccionista de esta noción, según la cual cualquiera que se oponga a las “democracias” occidentales es necesariamente una amenaza para la paz y la seguridad internacionales. En este contexto, la palabra democracia actúa como un tropo colonial: somos “democráticos”, por lo tanto somos más civilizados que ustedes y merecemos dominarlos física y económicamente. Al adoptar esta estrecha concepción de la paz y la seguridad internacionales, el derecho internacional puede utilizarse para afirmar las relaciones coloniales contemporáneas. El “derecho a la autodefensa” de Israel, por ejemplo, se interpreta sin tener en cuenta su condición de ocupante ilegal, su prolongado historial de graves violaciones del derecho internacional y su intención expresa de anexionar tierras.
Por otro lado, en las décadas de 1950 y 1960, los Estados del Sur adoptaron una interpretación diferente de la noción de “paz y seguridad internacionales”. Cuando leemos las resoluciones de ese periodo, encontramos referencias constantes al fin de la colonización, la autodeterminación, la igualdad y los derechos económicos como condiciones previas para la paz y la seguridad internacionales. Seamos sinceros, el mejor camino hacia la paz y la seguridad internacionales es el que está guiado por una brújula que afirma la agencia de los más vulnerables. Entonces, aquí, como en todas partes, el derecho internacional debe interpretarse a la luz de la política que lo elabora y pone en práctica.
Siguiendo esa brújula, queda claro que el derecho a resistir de los pueblos palestino y libanés tiene prioridad por sobre las interpretaciones estrechas de la doctrina de la autodefensa y las interpretaciones securitarias del derecho internacional. Las reparaciones adquieren un significado que implica redistribución económica. El derecho al retorno se afirma claramente como el primer paso para la justicia transicional. Las nociones de asimetría, coerción económica, dominación, expansionismo y explotación deben convertirse en una parte central del vocabulario del derecho internacional. Las empresas, como principales agentes del neocolonialismo, deben ser reconocidas como personas jurídicas internacionales con obligaciones y derechos limitados.
En estos días de derramamiento de sangre, restos de cuerpos esparcidos y olor a muerte, queda al descubierto la violencia de las relaciones de poder sostenidas por lecturas fragmentadas, estrechas y descontextualizadas del derecho internacional. Si queremos que este corpus jurídico siga siendo relevante, debemos adoptar un enfoque del derecho internacional que preserve, en lugar de pervertir, los principios fundamentales de nuestra humanidad común.