Túnez: Un caso de retroceso democrático

Por Lamine Benghazi

 Lamine Benghazi es responsable del programa de Justicia y Estado de Derecho en Avocats Sans Frontières, Túnez.

Túnez supo ser aclamado como un faro de esperanza democrática en la región de Oriente Medio y el Norte de África. El país inspiró levantamientos en todo el mundo árabe, adoptó una constitución democrática y progresista, organizó múltiples elecciones libres y justas e incluso recibió el Premio Nobel de la Paz. Mientras otros países de la región se veían marcados por la guerra y la violencia en los años posteriores a las protestas masivas de 2011, Túnez, aunque no exento de dificultades, parecía estar consiguiendo mantener el rumbo de su transición democrática. 

Todo cambió el 25 de julio de 2021, con el exitoso autogolpe del presidente Kais Saied. Desde entonces, el país ha descendido rápidamente por una senda populista y autoritaria, amenazando con crear condiciones aún peores que antes de 2011. A pesar de la juventud de la transición democrática tunecina, su experiencia -y posterior declive hacia el populismo autoritario- ofrece lecciones cruciales en esta era de recesión democrática global.

Instituciones y partidos ineficaces

Cuando regresé a Túnez en 2016 para apoyar la transición democrática, nunca imaginé que caminaría por los pasillos del parlamento. Sin embargo, unirme a Al Bawsala -un organismo de control de las instituciones estatales- me abrió un mundo de posibilidades. Al Bawsala es solo una de las miles de organizaciones de la sociedad civil que surgieron después de 2011, reflejando el diverso panorama político de Túnez; y durante este período, estas organizaciones desempeñaron un papel central en la configuración de las políticas, exigiendo responsabilidades a la dirigencia política y promoviendo la transparencia.

No obstante, bajo este barniz de apertura y pluralismo, algo no iba bien en la cuna de los levantamientos árabes. Tras la revolución de 2011, las fuerzas democráticas tunecinas se propusieron crear instituciones que garantizaran la separación y el equilibrio de poderes para evitar la extralimitación del ejecutivo. Sin embargo, pronto se encontraron con importantes desafíos. El aparato estatal estaba muy centralizado -tanto en la toma de decisiones como en la gestión de los recursos-, herencia del colonialismo francés y de dos décadas de dictadura. Esto creó una desconexión entre los poderes constitucionales otorgados a estas nuevas instituciones y su capacidad real para influir en las decisiones. Como resultado, surgió una brecha cada vez mayor entre las expectativas de la población y lo que estas instituciones podían lograr de forma realista, lo que permitió que el Presidente Saied se enfrentara a poca resistencia pública cuando empezó a desmantelar o neutralizar sistemáticamente estas instituciones que no estaban plenamente operativas ni se les había dado tiempo suficiente para demostrar su valor a las personas a las que debían beneficiar.

Túnez también sufría las consecuencias de una élite política fracasada. Tras décadas de dictadura que redujeron la actividad política a la resistencia, el Túnez posterior a la Revolución se encontró de repente con una clase política recién formada que no estaba preparada para gobernar y carecía de la visión política y las habilidades necesarias para navegar por una transición democrática difícil. En consecuencia, los partidos políticos recién creados no funcionaron como entidades genuinamente democráticas. En su lugar, eran máquinas electorales construidas en torno a figuras carismáticas, diseñadas para concurrir a las elecciones pero que se disolvían rápidamente después. Estos “partidos” a menudo formaban alianzas con aquellos a los que antes habían condenado y desatendían la mayoría de sus promesas políticas (si es que tenían alguna). Y para ocultar su incompetencia y su falta de voluntad para aplicar reformas urgentes, se escudaron a menudo en falsas afirmaciones de consenso, promoviendo una tecnocracia aparentemente desprovista de política, al tiempo que explotaban la política identitaria -en particular la división entre islamismo y laicismo. La verdadera toma de decisiones quedó así en manos de un pequeño grupo de dirigentes políticos, que establecieron procesos paralelos que eludían el escrutinio público, así como la supervisión de sus propias bases e incluso de la dirección de su partido.  

Esto no quiere decir que no hayan habido avances: en los últimos años habían empezado a surgir algunas iniciativas políticas prometedoras. Como todas las organizaciones, los partidos políticos durante las transiciones democráticas evolucionan y mejoran a través de un proceso de aprendizaje práctico. Pero este proceso requiere tanto tiempo como la capacidad de sobrevivir a la inevitabilidad de los errores. En el caso de Túnez, ambas cosas escasearon.

Esta combinación de partidos políticos incompetentes e hipercentralizados que operan dentro de instituciones débiles dio lugar a un espectáculo político de mediocridad, distorsionando los principios de controles y equilibrios y el pluralismo político. Estos ideales, pilares esenciales de la democracia, se asocian ahora con el caos y la desintegración del Estado.

Captura por las élites económicas

Una de las conclusiones más peligrosas fue que esta situación acabó creando un desequilibrio entre la clase política, las instituciones públicas y la élite económica, que socavó aún más la transición democrática de Túnez. Desde la independencia, la economía tunecina se ha basado en un sistema rentista, en el que el poder político concede favores económicos a un pequeño grupo de individuos y familias a cambio de su lealtad al régimen. Exenciones fiscales, tierras baratas, grandes préstamos sin garantías y permisos exclusivos se concedieron a una selecta élite empresarial que logró “bloquear la economía en su propio beneficio”. Este sistema, que adoptó un amiguismo mafioso bajo Zine El Abidine Ben Ali, se adaptó sin problemas a la era democrática. 

En lugar de aprovechar la apertura democrática para construir un ecosistema económico sano con igualdad de acceso a las oportunidades, la oligarquía tunecina utilizó su capital y su posición social para reconfigurar el sistema rentista a su favor. Se convirtieron en los mecenas de la nueva clase política financiando proyectos políticos -a menudo competidores entre sí- que garantizaban la protección de su estatus privilegiado. Este enfoque depredador ahogó cualquier posibilidad de nuevo desarrollo económico y debilitó gravemente las ya deterioradas infraestructuras y servicios estatales básicos de Túnez, como la educación, la sanidad y el transporte. 

Una consecuencia inmediata de esta captura del Estado por poderosos actores económicos ha sido la fuerte dependencia de Túnez a la deuda externa, que se disparó durante la transición democrática. Para evitar reformas económicas que pudieran frenar los privilegios de la oligarquía y, al mismo tiempo, mantener tanto un sistema de subsidios (para alimentos y combustible) como una plantilla pública anticuada por miedo al descontento social, los sucesivos gobiernos han tenido que recurrir a la deuda. Esta excesiva dependencia del endeudamiento externo ha alimentado una sensación de pérdida de soberanía, un tema central en la retórica del régimen actual, que a pesar de sus posturas soberanistas, no ha logrado abordar eficazmente.

En cambio, la visión económica promovida por el presidente, que consiste esencialmente en un “plan de reconciliación penal” en el que “los empresarios corruptos se resarcirán” devolviendo la riqueza saqueada a la nación para financiar proyectos de desarrollo local, ha tenido poco éxito. Algunos empresarios han sido encarcelados, mientras que muchos otros han huido, pero el plan no ha llenado las arcas del gobierno ni ha estimulado ningún impulso económico. Y cabe señalar que las numerosas oleadas de detenciones, en su mayoría arbitrarias, contra miembros de la élite empresarial y política no podrían haberse producido sin el total sometimiento del poder judicial al ejecutivo, tras una serie de medidas represivas, ilegales y arbitrarias dirigidas contra los jueces y las instituciones destinadas a salvaguardar su independencia.

Una vez más, estos ataques a la independencia institucional suscitaron escasas protestas públicas, salvo algunas voces de la sociedad civil y grupos de derechos humanos. Antes del golpe, los jueces tunecinos constituían un cuerpo altamente corporativista profundamente arraigado en un estado policial que persistía a pesar de una década de transición democrática. Los jueces obstruían sistemáticamente los intentos de reforma y no se rendían cuentas unos a otros, colaborando plenamente con un aparato de seguridad que seguía reprimiendo a las comunidades marginalizadas, especialmente a los jóvenes de los barrios empobrecidos. A pesar de los numerosos casos documentados de muertes sospechosas bajo custodia y de brutalidad policial generalizada, durante los diez años de transición democrática no se dictaron sentencias firmes por tortura contra agentes de policía. Esto, unido a la reticencia a abordar la corrupción en la que está implicada la élite política y a los retrasos en la investigación de los casos de asesinato político, provocó un deterioro catastrófico de la reputación del poder judicial

La experiencia de Túnez subraya la importancia de abordar los errores del pasado en el marco del Estado de Derecho para evitar que se repitan. El nexo entre la policía y la justicia fue una piedra angular del régimen represivo de Ben Ali, esencial para silenciar a la disidencia y mantener su poder. Esta dinámica está ampliamente documentada en el informe final de la Comisión Verdad y Dignidad (TDC) , que pretendía investigar los abusos del pasado y proponer las reformas necesarias. Sin embargo, el proceso de justicia transicional se ha visto constantemente socavado por las fuerzas contrarrevolucionarias, culminando con el reciente encarcelamiento del ex presidente de la TDC.

Abandonados por Occidente

Los responsables occidentales, inicialmente entusiasmados con los avances democráticos en Túnez, fueron advertidos en repetidas ocasiones sobre la fragilidad de la transición democrática y sus posibles consecuencias. Sin embargo, hicieron caso omiso de los llamamientos de la sociedad civil y siguieron financiando a un Estado fallido y a una élite política corrupta fijando condiciones mínimas. El golpe de Estado del 25 de julio de 2021 se produjo en medio de una agitación global -COVID-19, la guerra de Ucrania y el auge de la extrema derecha en Europa-, que sacó a Túnez de la agenda occidental. En su mayor parte, las capitales occidentales habían dejado de centrarse en la promoción de la transición democrática para dar prioridad a la estabilización, los imperativos de seguridad y la contención de la migración a cualquier precio. 

Tras la firma de un controvertido acuerdo migratorio de la UE -condenado incluso por el Parlamento Europeo- Túnez se ha convertido en una prisión abierta para los migrantes subsaharianos. En los dos últimos años se han documentado decenas de violaciones de derechos humanos, violencia por motivos raciales, malos tratos, detenciones arbitrarias y deportaciones masivas al desierto, a veces incluso facilitadas por equipos de países de la UE. Esta situación se ve exacerbada por la retórica conspirativa desenfrenada en torno al llamado “gran reemplazo”, que primero circuló por las redes sociales y luego se transmitió en un infame discurso presidencial, una ilustración de los peligros que las redes sociales suponen para la cohesión social y la democracia, especialmente en democracias frágiles. El acuerdo sobre inmigración también pone de manifiesto cómo la falta de una estrategia política sostenible de Europa en la región debilita la democracia. Una auténtica política de desarrollo que apoye la industrialización en los países del Sur Global podría permitirles realizar avances económicos significativos e implementar reformas económicas más justas, lo que a su vez aumentaría la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.

Las perspectivas de que Túnez retome la senda democrática suscitan cada vez más escepticismo, a medida que se reducen las libertades políticas en medio del encarcelamiento de líderes de la oposición, periodistas, abogados y activistas de la sociedad civil, que ya se cuentan por centenares. Sin embargo, el mayor peligro que plantea esta transición autoritaria -y el obstáculo más importante para la restauración democrática- puede residir en otra parte. Bajo un barniz de democracia directa, el régimen está neutralizando sistemáticamente a los partidos políticos, las organizaciones de la sociedad civil, los sindicatos y los medios de comunicación. Estos organismos intermedios, considerados obsoletos por el presidente, son vitales para estructurar el debate público y abordar los conflictos sociales en una democracia. Sin ellos, el camino hacia el resurgimiento y la consolidación democrática será un reto de enormes proporciones.

Capitalizando una Revolución y un proceso democrático que han fracasado social y económicamente, el régimen ha caricaturizado sistemáticamente los ideales y fundamentos democráticos, como la separación de poderes, la libertad de expresión, el Estado de Derecho y las elecciones libres y justas, y los ha asociado con éxito a las herramientas del imperialismo de un Occidente cuyo doble estándar en estos campos no necesita mayor demostración. Un resurgimiento democrático debe implicar la reivindicación de conceptos democráticos esenciales, no como invenciones occidentales, sino como resultados de la experiencia humana colectiva. Y no como conceptos elitistas, como a menudo ha sido el caso, sino como auténticas herramientas de emancipación contra toda forma de dominación, ya sea interna o externa. Una comprensión amplia, y no limitada, del Estado de Derecho.

Como consecuencia de la apatía política derivada de la represión y de un proceso de toma de decisiones muy centralizado, muchos -especialmente los jóvenes- han perdido la fe en que la acción colectiva pueda resolver los problemas derivados de las malas decisiones políticas. La salvación, como demuestra el aumento de la emigración, el consumo de drogas recreativas y el consumismo desenfrenado, se considera ahora una búsqueda individual. ¿Y qué mejor manera de someter a las personas a un orden político y económico específico que desmantelar las redes de solidaridad entre individuos y comunidades?

¿Y ahora qué? 

Mientras escribo este post, acaban de anunciarse los resultados de las elecciones presidenciales: una asombrosa victoria para el presidente en funciones, que obtuvo el 90,62% de los votos, a pesar de una tasa de participación inferior al 30%. Paralelamente, el régimen ha lanzado una campaña de intimidación contra ONG, activistas y líderes de movimientos sociales. Esta situación pone de manifiesto el doble reto al que se enfrentan ahora las fuerzas democráticas del país: hay que resistirse a la creciente represión y, al mismo tiempo, convencer a los ciudadanos tunecinos de que el populismo autoritario es un callejón sin salida al que hay que oponerse activamente. 

La solidaridad global con estas fuerzas democráticas será crucial en los próximos meses y años. Plataformas como la Red Global de Abogados de Movimientos Sociales (coordinada por Movement Law Lab) pueden desempeñar un papel fundamental ofreciendo apoyo y solidaridad en diferentes planos. Los movimientos sociales -especialmente los latinoamericanos que luchan por la justicia y la dignidad- pueden servir de poderosa inspiración a los tunecinos. En Brasil, por ejemplo, estos movimientos se convirtieron en una plataforma clave para las luchas interseccionales contra el régimen de Bolsonaro, ayudando en última instancia a restaurar el liderazgo democrático de izquierda.

La batalla también es legal. La Red Global de Abogados de Movimientos Sociales puede servir como una importante plataforma de aprendizaje, ayudando a los miembros a desarrollar recursos innovadores para la protección legal contra la represión estatal, el acoso judicial, así como estrategias de litigio impactantes. Por último, frente a un contexto global dominado por guerras y conflictos, el frenesí y los algoritmos de las redes sociales y el sensacionalismo de los principales medios de comunicación, estas plataformas son esenciales para insistir en la importancia de la experiencia democrática de Túnez y que forme parte de la conversación internacional.

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